La literatura y la publicidad suelen ubicarse en las antípodas geográficas. Mientras que la primera brinda una sensación de paz, sosiego, el encontrarse con uno mismo y una cultura menos consumista (esa vorágine obsesiva y vacía de ‘adquirir por adquirir’); la segunda se sirve de las carencias personales (o las crea) para incitar al círculo vicioso del consumo. ¿Han visto cómo la mayoría de escritores acostumbran vestir? Es muy raro verlos ataviados sofisticadamente, pues, por lo usual, lo hacen de una manera sobria y poco llamativa. De ahí que sea pertinente la cita que el autor hace de Beigbeder, cuando agrega que “en mi profesión [de publicista] nadie desea vuestra felicidad, porque la gente feliz no consume” (p. 142). Y Gustavo Rodríguez rompe con este mito contradictorio, dada su condición de publicista y escritor, de gran nivel.
Traducciones Peruanas (Mitín, 2013) es una compilación de artículos publicados en el diario “El Comercio”, donde el autor analiza la sociedad peruana desde una perspectiva muy personal y donde no es ajena su perspectiva de publicista. Una de las funciones básicas de un comunicador es la de traducción: “traducir el lenguaje técnico del anunciante a un lenguaje simple que involucre la emoción humana” (p. 47). Y es que cuando una marca se conecta emocionalmente con el consumidor, puede llegar a ser amada, y, cuando esto ocurre, la marca no pertenece solamente a los accionistas, sino a los destinatarios de esta: los consumidores (p. 52).

Muchas veces criticamos enérgicamente a las campañas publicitarias de una marca “X”, donde se exponen imágenes y/o mensajes con contenido discriminatorio con nuestro entorno. V.gr.: cuando se muestra personas con predominante tez de color claro ocultando nuestra diversidad cultural, la forma cómo se expone a la mujer en la publicidad de cervezas, o cómo se privilegia a la juventud en detrimento de la ancianidad, etc.; no obstante, obviamos que “la publicidad no es la madre de la exclusión: es el reflejo de una sociedad que sí la ejerce” (p. 121). Entonces, la publicidad muchas veces revela nuestra cruda realidad, tal cual somos.
Rodríguez también da cuenta del porqué nuestro país no se reconoce a sí mismo como un país lector, como cuando advierte en la publicidad que se hizo de la marca Perú (sí, esa donde aparece Carlos Alcántara invitándole un picarón al sheriff, en Nebraska) no aparezca ningún escritor dentro de las personalidades representativas de nuestro país. Fiel reflejo de nuestro contexto actual. O aquellas situaciones donde la prensa, olvidando que ofrece un servicio público, se justifica en la frase “lo pide la gente”, equiparándose en la condición de un vendedor de drogas o una tabacalera, al idiotizar nuestra sociedad con imágenes y contenidos que generen más rating y lectoría (pp. 161-162).
Sin duda alguna, se pueden extraer conclusiones muy provechosas de la lectura de este libro. Una de ellas es que todos, sin ninguna excepción somos publicistas (en un sentido amplio del término) ya que “creamos para los demás una percepción de nuestra imagen o de nuestros hechos” (p. 16). Dependerá de cada uno de nosotros ponerlo en práctica y ofrecer nuestra mejor versión a los demás.
RODRÍGUEZ, Gustavo, 2013. Traducciones Peruanas. Lima: Mitín.