
Este opúsculo, al cuidado de Piero Brunello, reúne fragmentos de la correspondencia mantenida entre Antón Chéjov (1860-1904) y diversos personajes (entre ellos, Máximo Gorki, el editor Suvorin, su hermano Aleksandr, etc.), en la que el primero aborda, directa o indirectamente, cuestiones referidas a la escritura de ficción; a la par que permite una primera aproximación a la personalidad principialista y de contrastes de Chéjov.
En las misivas, el autor de «La dama y el perrito» se confiesa tajante en cuestiones de moral (ama la libertad absoluta de individuo, odia la mentira y la violencia), aunque con relación a la calidad de sus trabajos y su destreza como escritor se muestra vacilante y dubitativo (algo que, increíblemente, también le ocurrió a Antoine de Saint-Exupéry), como cuando afirmó, al poco tiempo de haber recibido el Premio Pushkin: «Todo lo que he escrito hasta ahora me parece torpe en comparación con lo que querría escribir y escribiría con entusiasmo[1]».
Sin embargo, esta inseguridad no le impidió discurrir acerca de su oficio y brindar consejos de escritura. Así, a sus destinatarios les sugiere escribir sobre temas que conocen, ser concisos (memorable es su frase «La brevedad es hermana del talento[2]»), describir la vida tal cual con su mediocridad, en las descripciones dejar de lado los lugares comunes, solo ocuparse de sentimientos que se han experimentado, no abusar de los detalles, no corregir demasiado el manuscrito, etc.

Ante la pregunta, ¿para quién escribir?, Chéjov no tiene una respuesta definida. No tiene en alta estima al público, a quien tilda de inculto, maleducado, hipócrita e insincero. No obstante, incluso con esta invectiva, el dramaturgo no deja de escribir para ese público al que dice menospreciar. En ese sentido, sobre esta relación indisoluble «narrador-oyente», Siri Hustvedt ha afirmado que:
Continuar leyendo «[Reseña] Sin trama y sin final. 99 consejos para escritores, de Antón Chéjov (edición de Piero Brunello)»«[…] una narración siempre está destinada a otra persona. Siempre hay un yo que habla a un tú –un narrador y un oyente– y no es posible uno sin el otro. El significado de una historia nunca es puramente semántico. Vive también en los ritmos corporales afectivos, en las yuxtaposiciones y las repeticiones, en las metáforas sorprendentes, en las que un sentido invade a otro, y crispan o apaciguan al oyente y evocan en él recuerdos corporalmente sentidos. Recurren a patrones musicales de armonía y disonancia, y a experiencia sensorial móvil fusionada, establecida hace mucho entre un Yo neonato prerreflexivo y un Yo adulto reflexivo»[3].