
Hoy, 12 de diciembre de 2021, es el bicentenario del nacimiento de Gustave Flaubert, de aquel francés que cambió para siempre las letras universales.
Por eso, conmemorando este día, quisiera recordar a este entrañable escritor. Y para dicho propósito, quien mejor que su querido discípulo Guy de Maupassant para acercarnos, siquiera un poco, a ese perfil.
«Pasó la mayor parte de su existencia en su propiedad de Croisset, cerca de Rouen. Una hermosa casa blanca, de estilo antiguo, situada a la orilla del Sena, en medio de un magnífico jardín que se extendía por la parte de atrás y trepaba, por caminos empinados, la gran pendiente de Canteleu. Por las ventanas de su amplio gabinete de trabajo se veían pasar muy cerca, como si fueran a tocar los muros con sus vergas, los grandes barcos que subían hacia Rouen o bajaban hacia el mar. Le gustaba contemplar aquel movimiento silencioso de las embarcaciones deslizándose sobre el ancho río y partiendo hacia países soñados. A menudo, levantándose de la mesa, acercaba a la ventana su amplio pecho de gigante y su cabeza de viejo galo. A la izquierda, los mil campanarios de Rouen dibujaban en el horizonte sus siluetas de piedra, sus perfiles labrados; un poco más a la derecha, las mil chimeneas de las fábricas de Saint-Sever vomitaban al cielo sus guirnaldas de humo. La máquina de vapor de la Foudre, tan alta como la más alta de las pirámides de Egipto, contemplaba desde la otra orilla la aguja de la catedral, el campanario más alto del mundo» (Maupassant, 2009, pp. 99-100).
«Se ponía manos a la obra a las nueve o las diez de la mañana; se levantaba para comer y retomaba inmediatamente su trabajo. A menudo dormía una hora o dos por la tarde; pero permanecía en vela hasta las tres o cuatro de la madrugada, llevando a cabo entonces lo mejor de su trabajo, en el apacible silencio de la noche, en el recogimiento de su enorme y tranquilo gabinete, apenas iluminado por las dos lámparas cubiertas con una pantalla verde. A los marineros, desde el río, las ventanas del «señor Gustave» les servían de faro» (Maupassant, 2009, p. 101).
«El día en que me recibió, después de examinarme con atención, me dijo: «Vaya, cómo se parece usted a mi pobre Alfred». Después añadió: «En realidad no tiene nada de extraño, ya que era hermano de su madre». Me hizo sentar y empezó a hacerme preguntas. También mi voz, al parecer, tenía entonaciones muy parecidas a las de la voz de mi tío; y de repente vi los ojos de Flaubert anegados en lágrimas. Se levantó, envuelto de pies a cabeza en aquella gran túnica oscura de anchas mangas que parecía un hábito de monje, y levantando los brazos, me dijo con una voz alterada por la emoción del pasado: «Abráceme, muchacho. Se me encoje el corazón al mirarle. Por un momento he creído estar escuchando a Alfred». Y aquella fue, sin duda, la verdadera causa, profunda, de su gran amistad hacia mí» (Maupassant, 2009, pp. 118-119).
«[Flaubert] Había sido el soñador de la Biblia, el poeta griego, el soldado bárbaro, el artista del Renacimiento, el príncipe y el villano, el mercenario Matho y el médico Bovary. Había sido incluso la burguesita coqueta de los tiempos modernos, como también fue la hija de Amílcar. Había sido todo eso no en sueños, sino en la realidad, porque el escritor que piensa como él se convierte en todo lo que siente, hasta el punto de que la noche en que Flaubert escribió el envenenamiento de Madame Bovary, hubo que ir a buscar a un médico porque se había desmayado, envenenado él mismo por el sueño de aquella muerte, con síntomas de arsénico» (Maupassant, 2009, pp. 131-132).
Referencias bibliográficas:
Maupassant, Guy de, 2009: Todo lo que quería decir sobre Gustave Flaubert. Cáceres: Periférica.