Por David Ibarra
Cuando tenía entre 5 y 6 años –allá por el lejano 1995– mi papá nos regaló un Super Nintendo (SNES), un aparatito rectangular de color gris, acompañado de un único cassette: Super Mario World. Y fue suficiente. No precisamos de más títulos. Mi hermano elegía al personaje Mario, el más bajo; y yo a Luigi, el más alto (sin saber que con el tiempo nuestra estatura no se correspondería con la de los personajes).

En ese tiempo teníamos un pesadísimo televisor Sony Trinitron KV-1913, de 29 pulgadas. No tenía control remoto, así que había que tener cuidado de no encenderlo con los dedos mojados. Los botones de los canales –alrededor de catorce– se ubicaban al lado derecho, en una hilera dispuesta verticalmente. Pero era un elefante blanco. Los cerros aledaños a la zona no le permitían captar una buena señal, y las antenas en forma de «orejas de conejo» no le producían una mejora sustantiva.
Sin saberlo, hicimos de médicos. Las antenas eran como un estetoscopio, y nuestro paciente, el televisor. La imagen nos devolvía con fidelidad el estado de su respiración. En última instancia, cogíamos el cable pelado de la antena y hacíamos contacto con un área de la parte trasera del televisor que mejoraba la calidad de la imagen. El procedimiento podía demorar varios minutos, lo cual ponía a prueba nuestra paciencia de niños (un movimiento en falso de tan solo un milímetro podía estropear todos los progresos conseguidos hasta el momento). Los únicos canales que con decencia captaba el armatoste eran Pantel –ahora Panamericana– y América. Y si se alineaban los astros, lo que no ocurría casi nunca, también Frecuencia Latina –ahora Latina–.

En estas sombrías circunstancias llegó la consola de Nintendo a nuestro hogar.
Eliminar a los hijos de Koopa, cabalgar encima de Yoshi, saltar sobre las tortugas, volar con la capa y obtener todas las monedas posibles (si llegabas a 100 te daban una vida adicional: “Up”), pasar el mundo de chocolate, recorrer el mundo estrella, obtener los diversos tipos de Yoshi (verde, amarillo, azul, rojo), fue toda una experiencia.
Cada vez que no cargaba el juego, seguíamos un ritual, aprendido quizás de los lugares donde alquilaban estos juegos: soplar en la base del cassette para retirar la capa de polvo que se había asentado con los días. Con fuerza, como quien toca un instrumento de aire. Luego de ello era insertado en la ranura de la consola.
No existía internet, así que no podíamos acceder a los escenarios ocultos o atajos con la facilidad de ahora, los cuales eran descubiertos únicamente a base de puro ensayo y error, tesón y, sobre todo, curiosidad (ayudados por la ventaja del número).
Luego de un tiempo discutimos, no recuerdo el motivo, respecto de a quien le tocaba usar el mando del juego. Lo agarramos a la vez, y en ese jaloneo intenso, de idas y venidas, el mando cayó al suelo. Mamá vio nuestra discusión y anunció, en el acto, que lo vendería. Días después cumplió su promesa sin admitir otra instancia que controlase la legalidad de sus actos. Se lo vendió al Crespo, un conocido de la familia que trabajaba en la tienda de papá y que vivía también en la casa. Él pronto partiría, junto con su hijo Juan, llevándose la consola de videojuegos. No volveríamos a tener una similar después de muchísimos años.
Cuenta Gabriel García Márquez que cuando volvió, muy joven, con su madre a Aracataca –lugar donde él había pasado sus primeros años viviendo junto con su abuelo–, al ser recibido por unos vecinos, estos le invitaron a su mesa. «Desde que probé la sopa tuve la sensación de que todo un mundo adormecido despertaba en mi memoria. Sabores que habían sido míos en la niñez y que había perdido desde que me fui del pueblo reaparecían intactos con cada cucharada y me apretaban el corazón»[1], expresó bastante emocionado.
No recuerdo bien si nuestra vida fue la misma luego de la venta. De seguro lo olvidamos rápido. Pero mientras hago este dibujo afloran aquellos recuerdos, fugaces e inasibles, de esos que aprietan el corazón.

Referencias bibliográficas:
GARCÍA MÁRQUEZ, Gabriel, 2002: Vivir para contarla. 2ª ed. Barcelona: Mondadori.
[1] (García, 2002, p. 39).